Monday, May 23, 2005

El destructor de castillos


Suelo pasearme por las playas destruyendo los castillos de arena que levantan los demás. Me molesta la actitud de esos seudoveraneantes, agentes de la ideología de derecha, que en su coqueteo arquitectónico rinden culto a la principal expresión de la monarquía.

Debo reconocer que si bien esta batalla contra épocas ya superadas me ha dado grandes satisfacciones, también me ha producido dificultades. Inevitablemente me granjea el odio y el rencor de centenares de pequeñuelos y sus padres que no comprenden la razón ideológica de mi actitud, la que sólo busca borrar la reminiscencia de un tiempo lleno de privilegios ilimitados.

La sola presencia de una torre, una aguja o un puente levadizo me enardecen y hacia ellos dirijo mis pasos vengadores. Y eso se los advierto. En las playas en que frecuento mis paseos destructivos desde temprano coloco unos avisos muy claros: "Prohibido construir castillos de arena, haga otra cosa". A algunos que me han reclamado les explico que no voy a permitir que en nuestro país, después de la gesta emancipadora, en plenos terrenos públicos, y aún más, sin permiso municipal, se erijan estos símbolos primarios de la ventaja y la prerrogativa. Trato de convencerles para que construyan superbloques de arena, multifamiliares o pequeños ranchos, pero la gente se niega, y como sólo insisten en hacer castillos, los golpeo sin cuartel.

Inicialmente mi modus operandi era sencillo; solía ponerme una enorme media que me quedaba grande, a la que le pintaba la cara y el cuerpo de un dragón y luego me pasaba arrasando con las construcciones ilegales. Disfrutaba al ver caer todo el levantamient, mientras con el otro pie machacaba los vasos de cartón y otros instrumentos empleados para fabricarlos. Tras mis pasos, la huella vengadora de mis pies dejaba ruinas de arena y el llanto desesperado de los niños más pequeños. Culpa ajena, porque si conocieran los principios de la dialéctica playera, comprenderían que en la esencia misma del castillo de arena está implícita su propia destrucción.

Mis problemas surgieron cuando en los predios en que acostumbro hacer las razzias con la tenebrosa media, empezó a llegar todos los fines de semana un pequeño diablillo cuyo nombre nunca supe, pero tenía el rimbombante apellido de De la Sota y Soto Mayor. Al niño, de unos doce años aguantados, se le notaba a leguas que era de familia adinerada. Lo delataba la piel suave y amanzada, los ojos brillantes y vivaces, reflejo de los buenos desayunos, y sobre todo porque alquilaba a otros niños para que levantaran sus castillos. Las de él eran obras complejas, detallistas y mucho más resistentes que las de los otros aficionados. Al comienzo el jovencito se quedó impávido al ver como la terrible media lengueteaba lanzando al suelo sus vocaciones por la arquitectura ostentosa; pero como buen noble decidió castigar mis pies de gleba irreverente. para ello construyó un castillito hecho con cemento, al que cubrió de arena con la sórdida intención de sorprenderme. Cuál no sería mi sorpresa y mi dolor al darle la tradicional patada. Con los dedos casi fracturados tuve que retirarme cojeando mientras lo maldecía al igual que a todos los de su estirpe.

Pero yo contraataqué. Me compré unas botas de seguridad industrial y a pesar de lo poco elegante que uno se ve paseándose en traje de baño y botas puestas, con ellas logré vencer la resistencia de sus endebles castillos de cemento. Su contra ofensiva no tardó en llegar. esta vez los hizo de torres altas y largas en cuya cúspide puso receptáculos llenos de aceite hirviendo, que al caer me quemaron las piernas obligándome a escapar al agua y a reorientar mi táctica. fue allí cuando decidí emplear una rastra de tractor. Me la amarraba a la cintura y arrastrándola como si fuera un buey destruía de una sola vez varios castillos, incluso los del degenerado muchacho, quien impotente reconoció que lo había derrotado.

Debido a que con la rastra no sólo me llevaba castillos, sino también niños, paños, sillas y otros objetos, poco a poco logré que la gente se fuera retirando a otros lugares para hacer sus fechorías. Al principio me denunciaron a la policía, pero bajo el argumento de que era un lugar público y no hay ninguna ordenanza que le prohiba a uno pasearse con una rastra por las playas, logré que desistieran y se fueran con sus cavas a otra parte.

Gracias a mi labor, desde hace meses ya no hay castillos de arena en el lugar. La playa está vacía y sólo una que otra gaviota extraviada detiene a veces su vuelo apresurado al verme pasear con la rastra por los inmensos arenales, ahora tomados por el pueblo en audaz acción revolucionaria. En los atardeceres, cuando sube la marea, las olas penetran en las ruinas que quedan de los últimos castillos de la época de vacaciones, poco a poco las van oradando hasta disolverlos totalmente.

La primera etapa está cumplida, ahora empezaré a destruir las mansiones millonarias que se ven en la colina. No es justo que vencido el tiempo de los reyes y los condes, aún se erijan esas neofortalezas, que yo sé que son los castillos de antes muy bien disimulados.

1 comment:

Ali G. said...

prometo de hoy en adelante.. al abordar cualquier playa, rememonar esta divertida escena construyendo mi colina con ranchitos de arena.. Amen..